Me encanta despedir y que me despidan.
Verlos o no, implica conectar o no, con ellos. Todos ellos
nos están retroalimentando.
Están en nivel 1 y nivel 2: familia
y los familiares, compañeros de trabajo, amigos y conocidos.
El que abre la tienda a temprana hora cuando voy saliendo de casa,
el recogedor de basura, el que despacha en la tortillería, el señor que cuida
su espacio enfrente de su banqueta y coloca a la misma hora todos los días,
obstáculos para que nadie se estacione enfrente.
El que maneja el taxi, el que vende tacos en la esquina, el
vigilante del edificio, el pregonero de
los colectivos, los de la farmacia, los del tianguis, los del puesto de
cócteles, el de los jugos, el de la otra tienda, el de la nieve, el de los
dulces. Todos los que repetidas ocasiones a lo largo de los años nos
encontramos rutinariamente en nuestras distintas vueltas por la ciudad.
Dejo en visto a los que andan en la mirada un ardor, un
rostro que emite un “ni te me acerques”, “ando de los mil demonios”, y saludo
con entusiasmo en la frente relumbra la frase “la paz te acompañe”, “Salud y
amor para ti y los tuyos.”.
Si pudiésemos ver hacia dentro nuestro y también ver a los otros,
si existiese un espejo del alma, una luz que permitiese como los rayos equis
verles el grado de felicidad o de tristeza, la ira o la paz, con que deambulamos
en las calles.
Somos enjambre, o legión, moviéndose personalmente hacia la compañía
o la soledad.
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