Yo no espero diciembre para estar triste, lo estoy todo el año.
Cuando el fin de
año aparece, se extraen como de un baúl sin fondo, esas vivencias de alegría y
dolor se van recontando, algunas veces se exhibe y otra queda en el análisis
personal.
Se espera de
diciembre esa retahíla de buenos deseos expresados en mensajes de lectura veloz
y escritura veloz, porque ahora existe la inteligencia artificial que con sus
múltiples asistentes automatizados escriben por ti, para ti, piensan y actúan
por ti.
El mundo se
enternece, no porque signifique el nacimiento del Cristo, sino porque es la
tendencia.
Los que como yo
tenemos la misma actitud, se nos categoriza entre desabridos, silenciosos,
anormales.
El alboroto cuando
viene de ti, de forma espontánea es digno de celebrar. Es la felicidad producto
de tus transmisiones neuronales y no de la parafernalia industrial que te
induce, a sentir, pensar y actuar.
Yo tengo siempre
música de fondo en mi cerebro, y no es reggaetón, ni villancicos, no es el
rock, ni cumbia, no es pop ni electrónica, es jazz, el elegante jazz. Ando por
la vida como en mi propia película de los 40, en blanco y negro y su amplia
gama de grises.
Alguien dijo
“prefiero la tristeza a la felicidad, porque me dura más”.
Es que por todos
los medios nos estimulan a estar positivos, entusiastas, a perseguir la
zanahoria atada con un alambre a nuestras cabezas, y nosotros damos vuelta a la
noria que está produciendo dividendos, ganancias.
Flexible pero terco
en el estoicismo.
Nada de disparos de
luz, nada de estertores.
Matizo y disfrazo según
convenga el capital interior.
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