No sé bien como apareció entre nosotros. Como si no hubiese
tardado su ausencia. Como si hubiese ido al mercado y de pronto se hubiera
acordado que olvidó algo y volvió.
Desde su ausencia andábamos cariacontecidos, nostálgicos
eternamente, nuestra piel se había estirado, la chispa de la sagacidad vital se
había empantanado. Verlo arribar nos dio alegría, nos ilusionaba, pero también
en el fondo sabíamos que se esfumaría, así como había llegado.
Pensé que se asombraría de los cambios en nuestro hogar, sus
fotos, nuestras fotos se habían quitado de la pared, estaban guardadas. Tan
distraído como siempre, fue a donde tenía su ropa y se vistió con ese atuendo
que siempre le gustó, camisa grande de cuadros descoloridos, pantalón de drill
con vestigios de cochambre que no puede despegarse a pesar de las reiteradas
lavadas.
Vi la hora, eran las 10:40 de la mañana, aun no
desayunábamos, pero no estaba seguro de querer hacerlo. ¿Comería también él?
—¿A dónde iremos a pasear hoy? — Dijo.
Mis sobrinos e hijos, quienes él no los conocía, llegaron,
saludaron y se pasaron de largo a instalarse a ver la televisión. A él siempre
le gustaron los niños, a pesar de su diferencia de edad, era muy bueno para
hacerse amigos de todos, pero a estos los vio y los ignoró. Lo que no había
cambiado era su gusto por los dibujos animados y los programas de comedia, cosa
que lo entretuvo, y como en aquellos tiempos lo dejó abstraído.
Pensé que debíamos ocultarle los calendarios, hacerle creer
que no habían pasado los años. Tuve temor de que si salíamos a la calle algún
conocido podría narrarle aquellas novedades ocurridas desde su larga ausencia.
Eso podría provocarle un shok.
Mi madre, esposa y cuñadas se sentaron a la mesa, donde
estaban servidas las quesadillas y la salsa. Yo me quedé acompañando a los
niños y a él en la sala. «¿Iría a comer con nosotros?, ¿Le daría hambre”?
Estaba ahí y algo debíamos hacer. ¿Cómo incorporarlo a nuestra rutina, y por
cuánto tiempo?
Mientras pensaba eso. Tuve antojo de decirle que iríamos a
la alberca y recordé entonces como me había enseñado a nadar, cuanto había
insistido para que no tuviera miedo de aventarme del trampolín. Cuanto afán
puso también cuando me enseñó a conducir, en aquel vehículo de color rojo óxido
de su propiedad y que, por eso, cuando me compré el mío, lo pedí de igual
color. Quise que saliéramos y que él condujera, a ver si decía algún halago o
tenía alguna emoción placentera.
«¿Qué haremos con él?», reflexionaba. Hacía tres años o dos,
que había muerto. Él no lo sabía, y nosotros sí.
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