viernes, agosto 22, 2025

Él no lo sabía

 

No sé bien como apareció entre nosotros. Como si no hubiese tardado su ausencia. Como si hubiese ido al mercado y de pronto se hubiera acordado que olvidó algo y volvió.

 

Desde su ausencia andábamos cariacontecidos, nostálgicos eternamente, nuestra piel se había estirado, la chispa de la sagacidad vital se había empantanado. Verlo arribar nos dio alegría, nos ilusionaba, pero también en el fondo sabíamos que se esfumaría, así como había llegado.

 

Pensé que se asombraría de los cambios en nuestro hogar, sus fotos, nuestras fotos se habían quitado de la pared, estaban guardadas. Tan distraído como siempre, fue a donde tenía su ropa y se vistió con ese atuendo que siempre le gustó, camisa grande de cuadros descoloridos, pantalón de drill con vestigios de cochambre que no puede despegarse a pesar de las reiteradas lavadas.

 

Vi la hora, eran las 10:40 de la mañana, aun no desayunábamos, pero no estaba seguro de querer hacerlo. ¿Comería también él?

 

—¿A dónde iremos a pasear hoy? — Dijo.

 

Mis sobrinos e hijos, quienes él no los conocía, llegaron, saludaron y se pasaron de largo a instalarse a ver la televisión. A él siempre le gustaron los niños, a pesar de su diferencia de edad, era muy bueno para hacerse amigos de todos, pero a estos los vio y los ignoró. Lo que no había cambiado era su gusto por los dibujos animados y los programas de comedia, cosa que lo entretuvo, y como en aquellos tiempos lo dejó abstraído.  

 

Pensé que debíamos ocultarle los calendarios, hacerle creer que no habían pasado los años. Tuve temor de que si salíamos a la calle algún conocido podría narrarle aquellas novedades ocurridas desde su larga ausencia. Eso podría provocarle un shok.  

 

Mi madre, esposa y cuñadas se sentaron a la mesa, donde estaban servidas las quesadillas y la salsa. Yo me quedé acompañando a los niños y a él en la sala. «¿Iría a comer con nosotros?, ¿Le daría hambre”? Estaba ahí y algo debíamos hacer. ¿Cómo incorporarlo a nuestra rutina, y por cuánto tiempo?

 

Mientras pensaba eso. Tuve antojo de decirle que iríamos a la alberca y recordé entonces como me había enseñado a nadar, cuanto había insistido para que no tuviera miedo de aventarme del trampolín. Cuanto afán puso también cuando me enseñó a conducir, en aquel vehículo de color rojo óxido de su propiedad y que, por eso, cuando me compré el mío, lo pedí de igual color. Quise que saliéramos y que él condujera, a ver si decía algún halago o tenía alguna emoción placentera.

 

«¿Qué haremos con él?», reflexionaba. Hacía tres años o dos, que había muerto. Él no lo sabía, y nosotros sí.

domingo, agosto 03, 2025

Este fantasma está siendo feliz.

Llegué a Terán, me bajé antes de la parada oficial. Terán ahora es Tuxtla, pero antes mucho tiempo antes era Terán, municipio libre.

 

Sé que hay San José Terán y Terán, pero yo me refiero a Terán únicamente.

Al bajarme del taxi, observé las vendimias a lo largo de la calle principal, parecía domingo o verbena popular. Los locales establecidos ofreciendo al menudeo y mayoreo enseres domésticos, comida, artículos para el hogar, la oficina, el negocio y la salud. En las esquinas están los cocteles de frutas o los atoles, o jugos naturales.

 

Algunos árboles sobreviven a la vera del cauce del Sabinal y algunas casas de bajareque y teja se mantienen firmemente. No la conozco a profundidad.  Mi experiencia se limita a algunas veces en las que por motivo de ir o regresar de la escuela caminaba alguna de sus calles. Su paz imperturbable ante el progreso citadino.

 

Observé a un operador de telefonía, sacando monedas de una caseta cerca de la iglesia. Sorprendente. Recordé que en mis días de estudiante era cosa común usar las tarjetas LADATEL para comunicarme con mis padres en Motozintla, y apurarme a contar novedades y expresar necesidades.

 

Sobresale un minúsculo edificio que alberga la casa de la cultura allí se exhiben libros y fotografías antiguas, de autores teraleños. Hay a un costado, un rótulo semicaido de lámina oxidada en el que se alcanza a leer la leyenda de biblioteca pública. Enfrente, bajo el domo, están unas mujeres en grupo practicando rutina de aereobics.

 

Al andar recordé a dos o tres amigos que vivián en calles aledañas y que ocasionalmente visité. El primero un compañero de escuela que vivía como hippie y el otro un darketo que era amigo de un amigo y un día nos invitó a desayunar en su casa.  Me provocó risa comprobar que era hijito de mami en casa y en la escuela era otra persona, por su apariencia era el  foco de atención de muchas de nuestras compañeras.

 

Hace veintitantos años anduve por acá.

 

Ursula y yo, salimos de la revisión de tesis en la Facultad, no sé porque caminamos juntos, ¿o me ofrecía a acompañarla… o ella me lo pidió? Nos sorprendió una llovizna, nos refugiamos en bajo la cornisa de la caseta de policía, un árbol de Neem y otro de almendra circundaban el lugar, allí al estrechar su cuerpo al mío, me dijo —“Hoy ten miedo de mi”. Y, si lo tuve, porque me habían dicho que le patinaba el coco, pero terminé por llevarla cerca de su casa y regresé pensando «¿Qué estoy haciendo aquí?».

 

Avancé y quise comprobar si aun persistían algunos comercios de aquellos años, y sí, efectivamente allí están resistiendo.

 

Me vi en toma área, sobre mis hombros, y dije este fantasma está siendo feliz de volver aquí.

 

Tuve el impulso de ir hacia donde se ponían los canguros, con su vendimia, para comprar un cigarro, pero recordé que ya no fumo, y tampoco vi ningún cangurito callejero.