miércoles, marzo 10, 2010

En recuerdo de Carlos Monsiváis

Mi colega Verónica Murguía, una especialista en el arte de la expresión literaria publica una columna en la Jornada, aqui reproducimos su texto

No, gracias


Yo jamás formé parte de la escolta. No me refiero a la escolta armada ésa que, ceñuda y amenazadora, rodea a los poderosos y los ricos en los días que corren. Hablo de la escolta de niños bien portados y estudiosos a los que, en primaria, les tocaba cargar con la bandera los lunes de homenaje.

Iban, me acuerdo perfectamente, de guante blanco, con el pelo aplastado por cantidades fantásticas de gel o jugo de limón, serenos y con las calcetas justo bajo la rodilla. El que llevaba la bandera, además, la traía abrazada y sostenida por una especie de tahalí que pesaba una tonelada. Los demás los vislumbrábamos a través de una niebla de sopor. Soñolientos, bostezábamos hasta que nos chorreaban las lágrimas, con las calcetas alrededor de los tobillos y los pelos parados en todas direcciones. Hacíamos el saludo con las manos flojas y caídas: tomábamos distancia y dábamos vueltecitas: flanco izquierdo, ya, flanco derecho, ya, media vuelta, etcétera. Las maestras, aburridas como ostras, dizque nos vigilaban, aunque no hacía falta. La hora y el tedio de la ceremonia garantizaban nuestra parálisis. Alguno se dormía, otros cuchicheaban, un cochino se sacaba los mocos, una traviesa le jalaba las trenzas a la de enfrente. Los de la escolta ponían cara de angelitos.

Luego cantábamos aquello de: “Se levanta en el mástil mi bandera/ como un sol entre céfiros (unos pajaritos, según la Madre María Rosa) y trinos...”, que terminaba con el trágico “Desde niños sabremos venerarla/ y también por su amor ¡morir!”



Ahora ya le cambiaron el morir por vivir, pero en mi época era así, suicida y patriota. Yo miraba la bandera y pensaba que ni loca me moría por ella. Me quedaba claro que cualquier vida humana era mucho más valiosa que un pedazo de tela, tejido o género, bordado, estampado o milagrosamente manchado.

¿Morirme y dejar de ver a mi abuela por la bandera? De ninguna manera. ¿Por el ayate de Juan Diego? No, no y no. ¿Por el sudario de Turín? Tampoco, y Dios sabría perdonarme. Yo quería vivir, andar en patines, comer ojos de Pancha sopeados en café con leche, tener millones de gatos, ver la televisión (iba en primaria, ni modo) y ninguna bandera me lo iba a impedir. Si los niños de la escolta querían morir por amor a la bandera, seguir el alarmante ejemplo de los Niños Héroes, o de Narciso Mendoza el niño artillero, era asunto de ellos. Igual que los ojos de borrego que ponían cuando izaban la bandera. Nuestras boletas de calificaciones demostraban con amplitud que, los de la escolta y yo, no teníamos nada que ver.

Sigo igual. No soy patriotera. No me interesan la bandera, el himno, o el Grito. Si pierde la selección, me da pena, pero no me quita el sueño. En cambio, me retuerzo de impotencia cuando veo las noticias, me entristecen los miles y miles de muertos y me enoja la raquítica dignidad del gobierno ante la muerte de los mexicanos en la frontera. Soy mexicana. Eso, en este momento, es un asunto muy complicado. El país se deshace, desgarrado por la violencia y la corrupción. Millones de mexicanos vemos, con pavor, cómo la vida diaria se desmorona y no sabemos cómo asegurar el futuro de los más jóvenes.

Tal vez por eso, la sorpresa que anunció Felipe Calderón, es decir los veinte millones de banderas que nos va a regalar a los mexicanos en conmemoración de los aniversarios para que pongamos en las ventanas con “entusiasmo y alegría” me dejó apabullada. El presidente también dijo que “frente a los enemigos de la patria, los mexicanos triunfaremos cobijados en la potencia y señorío de nuestra bandera nacional”. No quiero ser pesimista, pero esto sólo podría ser medianamente cierto si la bandera fuera de Kevlar, el material de los chalecos blindados y tuviera poderes mágicos. Me sentí de nuevo en la primaria, pero ahora en una primaria de pesadilla, tenebrosa y violenta.

No sé cuánto cuesten veinte millones de banderitas. Si a este gasto le añadimos los ya enormes de las conmemoraciones, el esfuerzo de los soldados que van a hacer los paquetes y de los empleados de correos de México que nos los van a entregar, la suma ha de ser enorme.

Mejor hay que pedirle al presidente que no nos menosprecie. Que no nos hable como si fuéramos en primaria. Que por favor asegure nuestras vidas, en lugar de empeñarlas en una guerra mal pensada y peor ejecutada.

Y no quiero ninguna banderita, yo lo que quiero es vivir en paz.