Cuando creé mi cuenta en el Facebook lo primero que hice fue buscar entre los usuarios a Yolanda, aunque ya estaba yo casado.
Yolanda no era una gran belleza, no tenía exuberantes atributos,
pero representaba el gozo sexual de aquellos días de juventud cuando el futuro
ni por asomo, asomaba su horizonte.
Aparecía rara vez en mis sueños, pero siempre me dejaba el
sabor de su exquisitez en la memoria. Por eso la busqué.
Era curiosidad por su destino, era curiosidad por repetir el
encanto de nuestros encuentros, en los que nos derretíamos como hielo sobre
brasas, teniendo y reteniendo nuestros cuerpos apasionados, sobre la cama o
cualquier superficie.
Yo me había ido, yo había provocado la separación, pero eso
no obstaba en tener el capricho de saber de ella.
Mi matrimonio definitivo fue desarrollándose sin
imprevistos. Karen tenía como meta envejecer a mi lado, y se empeñaba en
lograrlo con valor.
Yo era el irreflexivo que buscaba las concupiscencias en
otros cuartos, como un desconsolado.
Yolanda no aparecía en la red social. ¿Por qué la quería encontrar?... ¡Por antojo!
Como el que aprecia el paisaje de enfrente y lo quiere
conocer, porque lo ve interesante.
Me preguntaba si sus pensamientos volarían hacia mí en
momentos de soledad, o si su risa aún resonaría en las paredes de su hogar, o
si sentía coraje hacía mí, odio, desprecio, ira o ternura.
No sé cuantas veces la busqué en las redes, veía si algún
amigo en común me daba alguna pista de su paradero, pero no ocurrió.
Años después cuando mis ilusiones de encontrármela en las redes
se habían rendido, me envió solicitud de amistad, reaccioné con profundo
interés. Le escribí un mensaje, pidiéndole y dándole mi número telefónico.
Nuestra conversación fue cortés. Yo no dejé pasar la
oportunidad de hacerle algunos piropos y manifestar mi interés por revivir la
chispa de aquellos tiempos.
Le pregunté si me había olvidado. Le dije que no había
dejado de pensar en ella, y que me sentía atado a ella como en un hilo
invisible, y ¿Si, sería posible que nos encontrásemos para ponernos al
corriente, y todo lo demás?
-
¿Qué es todo lo demás? – dijo
-
Mis movimientos sexys – Le respondí entre risas.
Me contó que le había costado mucho aceptar el pasado. Aunque
fructífero en la economía, el presente, no era armonioso, su pareja le era
infiel y ella lo sabía.
Tenía dos hijos y el trabajo en su minisúper en la periferia
de Tuxtla, le agotaba demasiado, y que si, que podríamos vernos, aunque solo
unas horas, pues “no tengo ningún pretexto para andar sola en la calle tanto
tiempo”.
-
Dile a mi socio que vas a ir a Zumba- Le
propuse.
-
Jaja ¿Yo a Zumba?... mejor le digo que voy a ir
al psicólogo.
-
¿Porqué?
-
Porque he ido al psicólogo por unas charlas para
fomentar el perdón.
Le dije que no era sencillo tampoco
para mí, pero que cruzaría los montes, los ríos, los valles por irle a
encontrar.
-
Agendamos una fecha, y el típico lugar de encuentro de los
enamorados, en Tuxtla: “La Catedral de San Marcos”.
Mientras me acercaba a lugar, dudé si le gustaría yo aún, ya
con algunos kilos encima, con algunas arrugas y escasez de cabello.
No demoró mucho, la vi llegar de la mano de una niña de 10
años, pasó frente a mi de largo a la iglesia, la seguí. Ahí la saludé como si
nos acabásemos de encontrar por casualidad.
La madurez le estaba sentando muy bien, su risa el mismo
oasis, la mirada seguía siendo candorosa, y esa espalda tan equilibrada a sus
caderas, que reconocería hasta en el propio cielo.
La niña no dejó de interrogarme ¿Quién era y a que me
dedicaba?, a lo que simplemente dije: Soy Nicolás Bravo y estoy acá para
venderle unas telas a tu mami.
Caminamos al café más cercano, siempre con la mirada
inquisitoria de su hija. Pedimos algún entremés, y cuando nos lo sirvieron para
que nos quedásemos solos un momento, ella le ordenó a la niña que fuera a
lavarse las manos.
Después de un arrebatado beso le dije, ¿Cuándo podré darte
todos los besos en los lugares que mereces? - .
Para no dar rastro de sospechas a la niña comimos y bebimos
entre silencios y frases muy cortas.
Nos despedimos con la promesa de repetir y alargar nuestro
encuentro en una estancia solitaria.
Le seguí escribiendo por mensajería, pero no encontraba ya
el ímpetu en sus respuestas.
Dos semanas después, me dijo que era imposible que nos
volviésemos a ver. El párroco de su iglesia, su consejero sentimental, le había
advertido de los peligros de la deslealtad a su cónyuge y que prefería seguir
los caminos de la confianza en el amor del él.
No quise insistirle. Tal vez era un aviso del cielo para mi
supervivencia. Pero si me enojé con ella, con el cura y conmigo.
La bloqueé de mis contactos.